jueves, abril 10

# 128 Deuda

No me olvidé, bien lo sabés.
Por lo que, aunque tarde, va un regalito virtual, como siempre.

No fué hace tanto, o si ?

En fin, mi regalito es repetir acá lo primero que escribí, en tu casa.

Un manto de grises nubarrones amenazaba el cielo montañoso.
Las pequeñas barcas de pescadores con sus velas blancas surcaban las aguas rumbo a puertos seguros, esa noche el viento se tornaría helado.
Algunos turistas gozaban del espectáculo en un bistró sobre el mar, tomando chocolate caliente con vainillas, escuchando el crepitar de la leña en la chimenea a la par del murmullo (mas tarde un rugido) incesante de la rompiente. Se imponía la voz de un argentino que añoraba un suculento manjar de su lejana y salvaje tierra, llamado dulce de leche.
En un rincón, El Hombre movía el ultimo hielo de su vaso de escocés con un solo dedo. Su porte era poderoso, su cara patricia estaba surcada por las arrugas, como si fuera el viejo clown de un circo gitano, obligado a mostrar una eterna sonrisa, sin importar que fantasmas lo perseguían.
Todos sabían quien era, en que avión llegó y en cual partiría rumbo a La Capital cuando sonara el teléfono.
Cuando finalmente se paró su espalda sonó como una madera del viejo muelle al astillarse.
No era una visión agradable, todos sabían que El Hombre tenía la soga al cuello. Su carrera política había terminado con un escándalo, y los días por venir estarían poblados de facturas por pagar a lo largo de una vida turbulenta.
Que triste espectáculo sería ver al otrora poderoso primer ministro inclinarse ante la prensa, los jueces de La Republica y sus adversarios de siempre. Sin embargo la plebe acudiría, ávida de sangre, deseosa por comprobar la caída y muerte de El Hombre, juguete de su destino implacable.
Y todo por una simple mujer, él había perdido el poder, la gloria, el bronce mismo, todo por una tenue damisela de La Ciudad Costera. Ni joven ni vieja, no era tan bella para perdonarlo, no era tan rica para envidiarlo, no tenía nada mas que un brillo especial en sus ojos verdes y una sonrisa tranquila.
Dejó sin mirar unos billetes sobre la mesa, sin esperar el teléfono se fue con una sonrisa enigmática. En su bolsillo apretaba con vehemencia un guante de mujer, pequeño y perfumado, murmuraba muy suave un nombre: Sofía.



Besos de humo compartido.

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