jueves, julio 10

Camina –solo- y el eco de sus pasos resuena sobre las baldosas.

Pero no lo disfruta.

Silencio. Soledad. Vacío, vacío.

En un pestañeo advierte que está en medio de una hormigueante masa de gente, apurados por llegar o irse.

Rodeado de una interminable y agotadora turba de palabras. Ruidos y olores.

Soledad. Vacío, vacío.

Mira todo –y a todos- sin ver.

Nada le importa.

Nada le interesa.

Algo le jode el alma.

No hay un grito, una mirada, una sonrisa ni una caricia que lo rescate.

Entiende, no –entender no es la palabra-. Se resigna.

Los verbos desear y odiar se pueden conjugar de forma sincronizada, complementaria y casi perfecta.

No lo quiere ver.

Vacío, vacío.

Nada ni nadie pueden atravesar esa invisible línea que –no sabe como- lo aísla.

Cuando termina el cigarrillo, lo aplasta contra el piso –lento-, endereza los hombros y con un imperceptible movimiento camina.

Todo vuelve a la normalidad.

Vacío.

Normal.

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